Laurencia Sáenz laurenciasaenz@gmail.com
¡Qué monada!
Filósofa
Tras una sesuda capacitación de 66 horas, los aspirantes a diputados del PAC fueron objeto de un curioso experimento. “Para la última prueba, cada aspirante recibió un espejo, y se le entregó una pregunta que decía: ‘Véase en el espejo y responda con toda honestidad: ¿ve usted en ese espejo a un/a diputado/a PAC?’ ”. ( www.pac.or.cr )
Rascándose la cabeza, la buena gente PAC debió tomarse la prueba con la mayor seriedad.
Más de uno puede haberse asustado. Pero, como dice su líder, la gente PAC, es “genta valienta”. En la superficie de cristal, algún/a aspirante habrá logrado reconocer la familiaridad de esa cara, con su distintiva verruga, sí; con ese labio velludo, es cierto; con esa protuberancia de nariz, pero no menos cara, al fin. “¿Tendré la cara?”. Es la pregunta fundamental que todo aspirante PAC debe hacerse.
En el coqueto reflejo, otros, muy orondos, se vislumbrarían sentados en el trono de la curul, depositando cientos de mociones en un carretillo, que podría servir también de modesto carruaje –porque la gente PAC es ahorrativa y austera–.
El más original de todos se habrá coronado la mollera con un peculiar sombrero de fieltro. Orgulloso de su singular atavío, y para desconcierto de la sobria asamblea, tamborileando, triunfante, sus puños contra el pecho, habrase exclamado, con toda honestidad: “¡¿No sería yo una monada de diputado?!”.
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¿FILÓSOFA?
Claudio Monge Pereira
Desde que entró al aula nuestro joven profesor de filosofía, haciendo desplantes y taconeando como un vaquerito de cantina del Oeste, supe que era un cretino; un simple y vulgar destitulado que apenitas daba sus primeros saltitos de sapo académico. Al entrar dijo, inflamado como batracio en charco nuevo: “¡Soy filósofo!” Seguro esperaba que le aplaudiéramos, pero eso no sucedió porque su carita era más bien de laurencio sin lauros.
Ese mismo día, durante mi recreo largo de 15 minutos, fui a la Biblioteca del colegio a buscar en un diccionario el significado de la palabra FILOSOFÍA. En síntesis, salí de allá repitiendo simplemente: ¡AMOR POR LA SABIDURÍA…AMOR HACIA LA SABIDURÍA…APEGO A LA SABIDURÍA….EL ARTE DE PENSAR….PENSAR!
Durante la segunda hora de nuestra primera lección de Filosofía, o sea, de nuestro primer encuentro académico con el arte de pensar, con sólo mirarle aquella cara al bisoño y escucharlo, no quedaba más alternativa que aceptar la primera gran frustración colegial a los 14 años de edad.
La anterior anécdota se me vino al recuerdo luego de leer la notilla que precede esta reflexión, firmada por una Lucrecia que no me suena como grande pensadora o escritora; ni mucho menos, luego de leerla, como amiga de la sabiduría. Al contrario, me suena como tremenda chupamedias de la Nazi, porque si le dan cabida a tantas toneladas de seso puro en su página quince, algunas patas sucias tendrá allí adentro.
Luego de soportar la lectura de su profundo comentario, no me quedó más que recordar a aquel “filósofo” de mis años colegiales, del cual, obviamente, no aprendimos nada ni útil ni bueno. Se me ocurre pensar que si ella se mirase en un espejo, homologando el ejercicio que ella caricaturiza, no verá en su superficie a un Sócrates con peluca; quizás sí, a un pespuntes en la etapa de preestreno cerebral.
Mi padre, zapatero y relojero oficial de los Barrios del Sur, al regresar yo de Europa con sendos títulos universitarios, me preguntó el mismitico primer día de estancia en casa: “Mijo…y usted, ¿Qué estudió durante esos siete años por allá arriba?
Yo sabía que papá hacía gala de una inteligencia exquisita, y de una ironía sabia a toda prueba. Por eso suponía que con alguna cosa me saldría para no variar su costumbre de andar enseñando siempre.
Le contesté: “Papá…yo estudié Pedagogía, Historia y Sociología…”
No me permitió continuar y de una espetó: “¿Y eso…aquí en San Sebastián con qué se comería, decíme, aquí en estos Barrios del Sur; ahí en Aguantafilo?” Antes de que yo me pusiera a balbucearle respuestas, y probablemente al mirar la cara estupefacta del profesional que choca con la primera y única realidad verdadera, al iniciar ese escabroso camino de la SABIDURÍA de carne y hueso, me pidió que escuchara con calma la historia original de su pueblo natal, y el mío también; Grecia.
“Un finquero muy rico de Grecia – dijo – mandó a su hijo mayor a estudiar a Europa; a Italia. El hijo duró por aquellas tierras de arriba como diez años. A cada rato recibía cartas de su hijo pidiéndole más dinero, porque allá el estudio era muy rudo y debía comprar muchos libros. Además, la vida era muy cara y todo costaba un ojo vivo. Aquel finquero ya casi quedaba en la ruina y su hijo nada que regresaba titulado. Entonces, decidió no enviarle más nada para presionarlo a regresar; asunto que sucedió muy pronto. Estando ambos frente a frente, el viejo le pregunta al hijo: “Mijo…y usted, ¿Qué estudió durante esos diez años por allá arriba?”
“Papá, dijo el hijo, yo ahora soy doctor…en Lírica…”
“Y eso mijo…aquí en Grecia para qué sirve; aquí entre cañaverales y tierras coloradas con cafetales…decíme…para qué diantres sirve la Lírica…”
“Su hijo balbuceaba y salió con esto”, continúa mi papa:
“Papá…la Lírica es una ciencia que nos enseña la mejor manera de escribir y decir las cosas, con elegancia y belleza; con profundidad. Por ejemplo: ¡Qué altas y lejanas que están las estrellas…ay pero qué bellas…ay pero qué bellas..!”
Aquel finquero casi al borde de la ruina, lo miró fijamente y le dijo con firmeza: “Hijo mío…si de tus estudios este es el fruto…¡ay pero qué bruto…ay pero qué bruto!”
Moraleja: Si un filósofo o filósofa dice que lo es, por escribir contra el PAC en la página quince de la NAZI, mejor enviemos a nuestros retoños a estudiar LÍRICA allá “arriba”; aunque nos dejen al borde de la ruina monetaria.
San Isidro de Heredia, 12 de agosto de 2009
Desde que entró al aula nuestro joven profesor de filosofía, haciendo desplantes y taconeando como un vaquerito de cantina del Oeste, supe que era un cretino; un simple y vulgar destitulado que apenitas daba sus primeros saltitos de sapo académico. Al entrar dijo, inflamado como batracio en charco nuevo: “¡Soy filósofo!” Seguro esperaba que le aplaudiéramos, pero eso no sucedió porque su carita era más bien de laurencio sin lauros.
Ese mismo día, durante mi recreo largo de 15 minutos, fui a la Biblioteca del colegio a buscar en un diccionario el significado de la palabra FILOSOFÍA. En síntesis, salí de allá repitiendo simplemente: ¡AMOR POR LA SABIDURÍA…AMOR HACIA LA SABIDURÍA…APEGO A LA SABIDURÍA….EL ARTE DE PENSAR….PENSAR!
Durante la segunda hora de nuestra primera lección de Filosofía, o sea, de nuestro primer encuentro académico con el arte de pensar, con sólo mirarle aquella cara al bisoño y escucharlo, no quedaba más alternativa que aceptar la primera gran frustración colegial a los 14 años de edad.
La anterior anécdota se me vino al recuerdo luego de leer la notilla que precede esta reflexión, firmada por una Lucrecia que no me suena como grande pensadora o escritora; ni mucho menos, luego de leerla, como amiga de la sabiduría. Al contrario, me suena como tremenda chupamedias de la Nazi, porque si le dan cabida a tantas toneladas de seso puro en su página quince, algunas patas sucias tendrá allí adentro.
Luego de soportar la lectura de su profundo comentario, no me quedó más que recordar a aquel “filósofo” de mis años colegiales, del cual, obviamente, no aprendimos nada ni útil ni bueno. Se me ocurre pensar que si ella se mirase en un espejo, homologando el ejercicio que ella caricaturiza, no verá en su superficie a un Sócrates con peluca; quizás sí, a un pespuntes en la etapa de preestreno cerebral.
Mi padre, zapatero y relojero oficial de los Barrios del Sur, al regresar yo de Europa con sendos títulos universitarios, me preguntó el mismitico primer día de estancia en casa: “Mijo…y usted, ¿Qué estudió durante esos siete años por allá arriba?
Yo sabía que papá hacía gala de una inteligencia exquisita, y de una ironía sabia a toda prueba. Por eso suponía que con alguna cosa me saldría para no variar su costumbre de andar enseñando siempre.
Le contesté: “Papá…yo estudié Pedagogía, Historia y Sociología…”
No me permitió continuar y de una espetó: “¿Y eso…aquí en San Sebastián con qué se comería, decíme, aquí en estos Barrios del Sur; ahí en Aguantafilo?” Antes de que yo me pusiera a balbucearle respuestas, y probablemente al mirar la cara estupefacta del profesional que choca con la primera y única realidad verdadera, al iniciar ese escabroso camino de la SABIDURÍA de carne y hueso, me pidió que escuchara con calma la historia original de su pueblo natal, y el mío también; Grecia.
“Un finquero muy rico de Grecia – dijo – mandó a su hijo mayor a estudiar a Europa; a Italia. El hijo duró por aquellas tierras de arriba como diez años. A cada rato recibía cartas de su hijo pidiéndole más dinero, porque allá el estudio era muy rudo y debía comprar muchos libros. Además, la vida era muy cara y todo costaba un ojo vivo. Aquel finquero ya casi quedaba en la ruina y su hijo nada que regresaba titulado. Entonces, decidió no enviarle más nada para presionarlo a regresar; asunto que sucedió muy pronto. Estando ambos frente a frente, el viejo le pregunta al hijo: “Mijo…y usted, ¿Qué estudió durante esos diez años por allá arriba?”
“Papá, dijo el hijo, yo ahora soy doctor…en Lírica…”
“Y eso mijo…aquí en Grecia para qué sirve; aquí entre cañaverales y tierras coloradas con cafetales…decíme…para qué diantres sirve la Lírica…”
“Su hijo balbuceaba y salió con esto”, continúa mi papa:
“Papá…la Lírica es una ciencia que nos enseña la mejor manera de escribir y decir las cosas, con elegancia y belleza; con profundidad. Por ejemplo: ¡Qué altas y lejanas que están las estrellas…ay pero qué bellas…ay pero qué bellas..!”
Aquel finquero casi al borde de la ruina, lo miró fijamente y le dijo con firmeza: “Hijo mío…si de tus estudios este es el fruto…¡ay pero qué bruto…ay pero qué bruto!”
Moraleja: Si un filósofo o filósofa dice que lo es, por escribir contra el PAC en la página quince de la NAZI, mejor enviemos a nuestros retoños a estudiar LÍRICA allá “arriba”; aunque nos dejen al borde de la ruina monetaria.
San Isidro de Heredia, 12 de agosto de 2009
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