domingo, 27 de abril de 2008

Aquel Maestro Bueno

Don Chico Zúñiga: aquel Maestro Bueno

Claudio Monge Pereira

A don Chico, forma amorosa de llamar a don Francisco Zúñiga Díaz, lo conocí siendo yo un adolescente. Lo miraba en aquellos salones donde se desarrollaban actividades y encuentros revolucionarios. Y él siempre humilde y sonriente; optimista y eufórico. Sencillo como el agua, y como ella, vital para el cuerpo social que conformábamos. Por el decir de los mayores, entendía que don Chico se relacionaba con Esparta de Puntarenas, y aquello sonaba a lejanía. Por ese trajín cotidiano de la militancia, sabía que muchas personas que frecuentaban esas inolvidables veladas para escuchar a don Manuel Mora Valverde, a Fabián Dobles, Luisa González, Víctor Manuel Arroyo, Adolfo Herrera García, Fernando Chávez Molina, Eduardo Mora Valverde, Arnoldo Ferreto Segura, Joaquín Gutiérrez Mangel, Fernando Cerdas, José Meléndez Ibarra, al Cabo Marchena y a toda esa pléyade de patriotas que sí hicieron Historia de la grande, coadyuvando a forjar esta Costa Rica que hoy tenemos; venían de las periferias nacionales. Sin su concurso, esta Patria hoy sería más perversa de lo que algunos hoy pretenden imponerla, con sus caras de beato pero con uñas de gatos. Bueno, la cosa es que entre ellos andaba don Chico, siempre con su sonrisa al hombro y con su pausado pie de Maestro humilde y sencillo.

Escuchaba cuando decían que Chico había escrito esto y lo otro, y lo congratulaban y se congratulaban, porque don Chico era uno de ellos; de su Partido perseguido y molestado por mentes enfermizas y más que fanáticas; ignorantemente vivillos y vivillas. Y hasta llegué a tener en mis manos algún folletito con sus cuentos y poemas. Y olían a pueblo, eran frescos y humildes como él. Acariciar aquellos folletos era bellísimo; nos aportaba una ternura especial: Don Chico era de nosotros. Es decir, era un compañero, que en nuestro sentir y entender, significaba lealtad, amistad, solidaridad y seguridad.

Pasaron los años pequeños y vinieron los años más anchos; esos que nos llenan de territorios desconocidos que debemos recorrer sin reticencias. Simplemente caminarlos porque vivimos una causa que amamos. Entonces la lucha me llevó lejos de Costa Rica por muchos años, y allá, en perdidas ocasiones, tenía acceso a algún viejo periódico y qué belleza, en más de una ocasión nos encontramos los artículos y trabajos de don Chico. Aquello era como hablar con él, o más bien, como escucharlo.

Regresé a Costa Rica barbudo y me había marchado lampiño, y al poco tiempo, llegó a mis manos un librito rojo cargado de poemas. Ávidamente lo leí mientras viajaba en los autobuses de mi barrio del Sur, no obstante ser tales cacharpas que nosotros los llamábamos los “cañones de San Sebastián”. Aún siento en mis manos aquel librito rojo, con algunas ilustraciones y con el nombre de don Chico firmando la presentación. Era el producto del trabajo de educador literario allá en aquel lejano Instituto Nacional de Seguros; y al pie de la portada decía: “CAFÉ DE UPINS”. Poemas, cuentos, anécdotas y testimonios de los trabajadores de esa institución; hoy acechada por los buitres planetarios que pretenden sorber sus tripas con la connivencia de sus sumisos jerarcas.

Algunos años más tarde, unos amigos de aquí de San Isidro de Heredia, me convidaron para asistir al “Taller de don Chico”, así, simplemente. Y lo frecuenté en varias ocasiones, hasta que el humo pudo más que mi pasión por aquella ricura de ambiente de hermanos y hermanas mayores y menores: ¡fumaban tanto que era imposible para mí respirar! Yo que venía del campo, oloroso a cafetales, no podía soportar aquella chimenea viva que arrojaba humo hacia los cuatro costados como endiablada. No me valió de nada sentarme en los alféizares de las suculentas ventanas de la casona vieja. Desde ahí los escuchaba animadamente discutiendo y colaborando entre sí para mejorar la obra de los otros. Yo participaba bajo la tremenda preocupación de no caerme a la calle, y lo hacía agarrado de lo que fuese, como un mono amante de la literatura. Esas tertulias bajo las enseñanzas de don Chico fueron maravillosas.

A partir de 1992, los amigos del Grupo Ecológico RUALDO de San Isidro de Heredia, decidimos organizar un Recital de Octubre para des celebrar los 500 años de la invasión española a Costa Rica. Aquel Recital fue un éxito por la decidida participación de las y los escritores que se formaban con don Chico en su Taller del Café, y entonces acordamos realizarlo siempre para resaltar nuestra cultura y nuestros valores. Ya llevamos quince Recitales de Octubre, nacido con el apoyo mágico de aquel Maestro Bueno que fue don Chico Zúñiga Díaz. Él mismo asistió a varios y nos acompañó con su bella presencia, siempre benévola y dadivosa. Nos fotografiábamos con él y todos queríamos abrazarlo.

La última vez que vino ya estaba enfermo, y a través de algunos compañeros del Taller yo sabía que a él le encantaban los chayotes sazones, por eso alisté una bolsona para dársela luego de nuestro Recital. Don Chico la cargó con alguna dificultad por su peso, pero quiso llevarla él. Le conté que eran muy buenos, secos y que se pelaban como bananos. Eran de la mata que nació de los chayotones que me había regalado mi querido don Fabián Dobles hacía algunos años. Yo llamaba a esa mata “La Fabiana”, y Tata Mundo se carcajeaba, por mi ocurrencia. Esa noche isidreña acompañé a don Chico hasta el parqueo del Colegio, desde donde regresaría a San José para no volver a nuestro Recital de Octubre. Desde entonces no ha pasado ninguno sin que lo recordemos y lo nombremos, porque sabemos y sentimos que él nos acompaña y nos mira con sus ojos bondadosos y dulces; medio encorvado ya…cansado, repleto de dulzura buena y sabiduría humilde.

Así era don Francisco Zúñiga Díaz, el Maestro Bueno, a quien el egoísmo mediocre de las argollas oficialistas y sumisas, le negó el Premio Nacional de Cultura “Magón”, reconocimiento que su Pueblo sí le confirió, ¡y en vida!

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